Evangelismo verdadero vs. evangelismo fariseo: Una advertencia para la iglesia hoy

Sección: estudios • Subsección: evangelismo • Actualizado: 2025-09-11 16:28:25
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Introduccion

La misión de la iglesia siempre ha sido clara: llevar a hombres y mujeres a los pies de Cristo para que experimenten la vida nueva que Él ofrece. Sin embargo, la historia bíblica revela que no siempre se cumple este propósito de la manera correcta. En tiempos de Jesús, los fariseos estaban convencidos de ser grandes ganadores de almas, pero su método transformaba a los conversos en esclavos de un sistema religioso lleno de tradiciones humanas. Por eso Jesús les dijo que hacían a sus prosélitos “dos veces más hijos del infierno” (Mateo 23:15).

Esa advertencia no pertenece solo al pasado. Hoy la iglesia corre el riesgo de repetir el mismo patrón cuando mide su éxito únicamente en números y descuida el discipulado genuino. Este artículo reflexiona sobre las diferencias entre el evangelismo fariseo y el discipulado de Cristo, analiza estadísticas actuales de la Iglesia Adventista y plantea un desafío: no conformarnos con sumar miembros, sino con formar discípulos que permanezcan firmes hasta el fin..

El sistema fariseo: mucho celo, poca gracia

Los fariseos fueron una de las facciones religiosas más influyentes del judaísmo en tiempos de Jesús. Surgieron en el período intertestamentario, en medio de una fuerte presión cultural por la helenización, y su propósito inicial era noble: preservar la identidad del pueblo judío y defender la pureza de la fe. Se veían a sí mismos como guardianes de la ley de Moisés, pero con el paso del tiempo ese celo se transformó en un sistema religioso rígido y exclusivista.

No se conformaban con la ley escrita, sino que añadieron una extensa tradición oral, la cual pretendía ser una especie de “valla de protección” alrededor de la Torá. Estas interpretaciones se convirtieron en un fin en sí mismas, generando un legalismo sofocante donde la santidad se medía más por cumplir normas externas que por una relación auténtica con Dios. De esta manera, lo que había comenzado como una defensa de la fe terminó convirtiéndose en una carga.

Jesús confrontó directamente este problema cuando dijo:

“En vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres” (Mateo 15:9).

El gran error de los fariseos fue poner la tradición humana al mismo nivel —e incluso por encima— de la Palabra divina.


El mensaje fariseo: apariencia sin vida

2.1. Obediencia externa

Lucas 18:9-14 describe al fariseo que se enorgullece de ayunar y diezmar, mientras desprecia al publicano arrepentido.

EGW comenta:

Muchos han marchado a los tumbos hacia la ruina debido a las erróneas doctrinas enseñadas por algunos pastores concernientes al cambio que ocurre en la conversión.” (El Evangelismo).

El libro de los Hechos y las cartas de Pablo muestran cómo ese mismo sistema fariseo influyó incluso después de la resurrección de Jesús. En Hechos 15 se narra la famosa controversia en Jerusalén: ciertos creyentes que habían sido fariseos convertidos al cristianismo insistían en que los gentiles debían ser circuncidados y guardar la ley ceremonial para ser salvos.

Este grupo, conocido como judaizantes, reproducía el patrón fariseo: querían que los nuevos creyentes no solo aceptaran a Cristo, sino que también se sometieran al viejo sistema de normas y ritos. En realidad, buscaban prosélitos al judaísmo disfrazado de cristianismo, más que discípulos del evangelio de la gracia.

Pablo confrontó este error con firmeza en Gálatas 1:6-7:

“Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente; no que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo.”

El problema no era la obediencia en sí, sino el fundamento equivocado: en vez de enseñar que la salvación es por gracia mediante la fe (Efesios 2:8-9), los judaizantes imponían un sistema humano como requisito. Así, el converso terminaba dependiendo más de los hombres y sus tradiciones que de la obra de Cristo.

Este ejemplo histórico confirma las palabras de Elena de White:

“La iglesia que confía en su justicia propia repite la historia de los judíos.” (Joyas de los Testimonios, t. 3, p. 199).

En otras palabras: la historia de los fariseos no es un relato lejano, sino una advertencia viva para toda generación de creyentes.

Exclusión y orgullo

Jesús denunció con claridad el corazón del problema fariseo:

“Dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres” (Marcos 7:8).

Con estas palabras, reveló que la raíz de su religiosidad no estaba en el amor a Dios ni en la obediencia sincera, sino en una confianza ciega en tradiciones humanas que habían oscurecido el verdadero propósito de la ley. El mandamiento divino —que buscaba guiar a las personas a la justicia, la misericordia y la fe— había sido desplazado por un entramado de reglas humanas que producía orgullo espiritual y exclusión social.

Un ejemplo vívido de este espíritu lo encontramos en el relato del ciego de nacimiento sanado por Jesús (Juan 9). Tras recibir la vista, aquel hombre se convierte en un testigo incómodo. Su sanidad no podía negarse, pero los fariseos no podían tolerar que alguien diera gloria a Jesús y cuestionara su autoridad. La presión sobre el ex ciego fue intensa: lo interrogaron varias veces, lo hicieron repetir su testimonio y, finalmente, al no poder refutarlo, recurrieron a la exclusión:

“Tú naciste del todo en pecado, ¿y nos enseñas a nosotros? Y lo expulsaron” (Juan 9:34).

Este acto revela dos características fundamentales del espíritu fariseo:

1.     Exclusión religiosa: el mensaje era claro: “Si no piensas y prácticas como nosotros, no perteneces al pueblo de Dios.” Para ellos, la pertenencia a la comunidad estaba condicionada a la conformidad con sus tradiciones y reglas, no a una relación personal con Dios.

2.     Orgullo espiritual: al decir “¿y nos enseñas a nosotros?”, los líderes mostraron un espíritu de superioridad. Se consideraban maestros incuestionables, incapaces de aceptar que Dios pudiera hablar a través de un hombre humilde que había sido marginado por su ceguera.

En este caso, la ironía es poderosa: los que tenían vista física eran ciegos espirituales, mientras que el que había sido ciego físico veía con claridad al Hijo de Dios. Jesús mismo concluyó el episodio diciendo:

Para juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados” (Juan 9:39).

Elena G. de White comenta sobre este espíritu en la iglesia:

“La disposición de dominar sobre las conciencias y excluir a quienes no aceptan nuestras ideas es el mismo espíritu que gobernó a los judíos.” (El Deseado de Todas las Gentes, p. 301).

Este relato nos deja una advertencia solemne: cuando la tradición humana y el orgullo espiritual sustituyen la sencillez del evangelio, la iglesia corre el riesgo de expulsar precisamente a aquellos que Dios está llamando. El verdadero discipulado, en cambio, no excluye ni margina, sino que invita a todos a experimentar la gracia transformadora de Cristo.


Las consecuencias: “dos veces más hijos del infierno”

Cuando Jesús declaró que los fariseos hacían a sus conversos “dos veces más hijos del infierno” (Mateo 23:15), no estaba usando un lenguaje exagerado para impresionar, sino revelando una verdad espiritual profunda y dolorosa.

El problema central era que los prosélitos no eran llevados a una relación viva con Dios, sino a un sistema humano de reglas y tradiciones. De esta manera, heredaban cargas religiosas pesadas sin experimentar la libertad de la gracia. Jesús ya lo había descrito en Mateo 23:4:

“Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas.”

El resultado era una fe esclavizante y sofocante. Al entrar en este sistema, los conversos buscaban probar su fidelidad mostrándose aún más celosos y estrictos que sus maestros. En lugar de avanzar hacia la luz, se volvían más fanáticos, más rígidos y más incapaces de discernir el verdadero carácter de Dios.

Esto explica por qué Jesús fue tan duro en su denuncia. Un converso sincero, que de corazón buscaba a Dios, terminaba atrapado en una telaraña de legalismo que lo alejaba de la verdadera salvación. El sistema fariseo multiplicaba la ceguera espiritual, produciendo creyentes más orgullosos, más intransigentes y más distantes de la misericordia divina.

Elena G. de White lo aplica claramente a la iglesia:

La iglesia que confía en su justicia propia repite la historia de los judíos.” (Joyas de los Testimonios, t. 3, p. 199).

Aquí radica la seriedad del asunto. El peligro no es exclusivo de los fariseos del siglo I. Siempre que una iglesia centra su mensaje en normas externas, en orgullo doctrinal o en cifras de crecimiento sin discipulado genuino, corre el riesgo de reproducir este patrón: en vez de formar discípulos de Cristo, fabrica “prosélitos del sistema”.

El apóstol Pablo advirtió algo similar en Gálatas 1:6-7, cuando denunció a los judaizantes que querían obligar a los gentiles a guardar las prácticas ceremoniales:

Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente.”

Un evangelio distorsionado no solo no salva, sino que endurece el corazón contra el verdadero mensaje. Por eso, Jesús no suavizó sus palabras. El engaño espiritual no es un error menor: es mortal.

Hoy, la advertencia sigue vigente. Si nuestro evangelismo forma creyentes dependientes de un sistema en lugar de discípulos enamorados de Cristo, estamos repitiendo la historia de los fariseos. El llamado de Jesús es claro: solo la verdad del evangelio tiene poder para libertar (Juan 8:32).4. El discipulado de Jesús: vida nueva, no rituales

El modelo de Cristo es radicalmente distinto:


  • Relación antes que ritual: “Venid a mí… y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
  • Transformación interior: “Si alguno no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3).
  • Amor como esencia: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor…” (Juan 13:35).

EGW lo resume así:

La preparación para el bautismo es un asunto que necesita ser considerado cuidadosamente... Nadie puede depender de su profesión de fe como prueba de que tiene una relación salvadora con Cristo.” (El Evangelismo).


El eco en la iglesia de hoy

Bautismos masivos

En Pentecostés, 3000 fueron bautizados (Hechos 2). Pero esos nuevos creyentes fueron discipulados en doctrina, oración y comunidad (Hechos 2:42).

Hoy, los bautismos masivos pueden ser una bendición si el Espíritu Santo está obrando y hay discipulado real.

Pero pueden convertirse en puro proselitismo si se busca solo inflar cifras.

EGW advierte:

“La verdadera obra empieza después del bautismo.” (Servicio Cristiano, p. 32).

¿Por qué muchos se bautizan y luego se retiran?

Una de las preguntas más dolorosas que enfrenta la iglesia hoy es la siguiente: ¿por qué tantas personas que descienden a las aguas bautismales con entusiasmo y alegría, al poco tiempo abandonan la fe y se apartan de la comunidad?

La respuesta no es única, pero una de las causas principales es la ausencia de una conversión genuina. Muchas veces los nuevos miembros se unen al sistema, a la emoción de un evento evangelístico o a la presión de la comunidad, pero no logran experimentar una unión viva con Cristo. Elena G. de White fue muy clara al respecto en su obra Evangelismo: “Si después del bautismo los miembros son dejados a sí mismos, se enfrían, y Satanás los gana nuevamente” (White, 1946/2006, p. 320). El problema, entonces, no es solo el bautismo en sí, sino la falta de acompañamiento espiritual y discipulado posterior.

Este desafío se confirma en las estadísticas mundiales de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Entre los años 2000 y 2005, más de cinco millones de personas fueron bautizadas, pero cerca de 1.4 millones abandonaron poco después (General Conference of Seventh-day Adventists [GC], 2005). Esto significa que, por cada 100 nuevos creyentes, 28 dejaron la iglesia en ese mismo período. En el quinquenio 2010-2014, la situación se agravó: en esos cinco años se añadieron 6,212,919 miembros, pero 3,717,683 se alejaron, lo que equivale a una pérdida del 60 % en relación con los accesos (Ng, 2015). Más recientemente, en el período 2020-2025, la tendencia continúa. En el año 2023, la iglesia reportó 1,465,000 nuevos miembros, pero también registró 836,905 pérdidas vivas, sin contar las muertes. Cuatro de los últimos cinco años han estado entre los de mayor número de bajas no mortales (Office of Archives, Statistics, and Research [ASTR], 2024).

El panorama global es igualmente inquietante: desde 1965 hasta 2025, de los 43.6 millones de personas que se unieron a la iglesia, 18.5 millones se han retirado. Esto equivale a una pérdida neta del 42,5 % de los accesos totales (Adventist Research, 2025).

La ciencia adventista también ha estudiado esta realidad. Un trabajo de investigación desarrollado en la Universidad Peruana Unión subraya que el discipulado no se agota en el bautismo. Implica un proceso de abnegación, renuncia y transformación práctica de la vida, sin lo cual la retención de nuevos creyentes resulta mínima (Castillo, 2019). Dicho en palabras sencillas: cuando el bautismo se convierte en un evento aislado y no en el inicio de una vida transformada en Cristo, el resultado es una iglesia llena de cifras, pero con bancas vacías.

La Biblia ya había anticipado esta realidad en la parábola del sembrador. Jesús enseñó que la semilla que cayó en terreno pedregoso brotó de inmediato, pero al no tener raíz, se secó cuando vinieron las pruebas (Mateo 13:20-21). De la misma manera, el apóstol Pablo amonestó a los gálatas que se apartaban de la gracia de Cristo para seguir un “evangelio diferente” (Gálatas 1:6-7). El problema no es nuevo: la fe que no se arraiga profundamente en Cristo está destinada a marchitarse.

La lección para la iglesia es clara. No basta con celebrar bautismos masivos ni con llenar los informes de cifras. Es indispensable nutrir y acompañar a los nuevos creyentes, integrarlos en grupos de estudio y amistad, ofrecerles mentoría y, sobre todo, guiarlos a una experiencia personal y transformadora con Cristo. El mismo Ng, en su informe al Congreso de la Asociación General de 2015, advirtió que “el bautismo sin nutrición es incompleto, y la nutrición sin bautismo es irresponsable”. Por eso, el desafío no es únicamente predicar, sino también discipular.

Como recordaba Elena G. de White, “no debemos hacer prosélitos para la iglesia, sino conversos para Cristo” (White, 1946/2006, p. 314). Mientras la iglesia no priorice ese principio, los números seguirán creciendo en los informes estadísticos, pero la realidad seguirá mostrando que casi la mitad de los que entran terminan marchándose.

¿ Blancos en la misión: ¿herramienta o peligro?

En el ámbito eclesiástico, es común escuchar sobre blancos de evangelismo: cuántos estudios bíblicos se van a dar, cuántos bautismos se esperan alcanzar o cuántos grupos pequeños se van a organizar en determinado período. A primera vista, tener metas claras parece una práctica saludable. Después de todo, en la vida diaria establecemos objetivos en el trabajo, en los estudios y hasta en las finanzas personales. Sin visión y planificación, es fácil caer en la inercia.

Sin embargo, cuando esos blancos se convierten en el centro de la misión, aparece un gran peligro: transformar la evangelización en una carrera numérica. Es allí donde la iglesia corre el riesgo de repetir el error de los fariseos. Ellos recorrían mar y tierra para ganar un prosélito, pero al final lo hacían “dos veces más hijo del infierno” (Mateo 23:15), porque lo integraban a un sistema humano y no al Reino de Dios. Cuando el énfasis está únicamente en las cifras, lo que importa es alcanzar la meta, aunque eso implique bautismos prematuros, conversiones superficiales o decisiones tomadas bajo presión.

Elena G. de White advierte con contundencia en Testimonios para la Iglesia:

La meta no es simplemente aumentar el número de miembros, sino preparar a un pueblo para permanecer en pie en el gran día de Dios” (White, 1909/1999, t. 6, p. 371).

Aquí radica la diferencia entre un blanco sano y uno peligroso. Un blanco sano mira más allá del número en el informe y se enfoca en la calidad de la experiencia espiritual de los nuevos creyentes. Se pregunta: ¿están arraigados en la Palabra?, ¿han comprendido el llamado al discipulado?, ¿han encontrado una comunidad de apoyo?, ¿están creciendo en la fe? Cuando la meta se define en esos términos, deja de ser una carrera cuantitativa y se convierte en una herramienta para asegurar la permanencia.

Por el contrario, un blanco peligroso mide el éxito por los bautismos del año sin considerar si los nuevos conversos permanecerán fieles en los años siguientes. Esta visión cortoplacista puede inflar estadísticas, pero vaciar las bancas. Peor aún, puede dejar un rastro de personas desencantadas con la fe, que sienten que fueron “ganadas” para cumplir con un informe y luego abandonadas.

Los blancos no son malos en sí mismos. El problema está en el espíritu con que se establecen y en los criterios que se utilizan para medir el éxito. Si se centran en formar discípulos sólidos que permanezcan en Cristo, los blancos pueden ser una brújula que guíe el esfuerzo misionero. Pero si solo se concentran en números, se convierten en un reflejo del mismo evangelismo fariseo que Jesús condenó.


Éxito medido por frutos, no por cifras

Uno de los mayores retos de la iglesia contemporánea es definir qué significa éxito en la misión. Con frecuencia, el parámetro más visible son los números: cuántos estudios bíblicos se impartieron, cuántos bautismos se realizaron, cuántas iglesias se plantaron. Estos datos pueden ser útiles para tener una idea del movimiento evangelístico, pero no reflejan necesariamente la verdadera salud espiritual del pueblo de Dios.

La Biblia nos ofrece otro criterio mucho más profundo. En Gálatas 5:22-23, el apóstol Pablo declara:

Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.”

Aquí se encuentra la clave: el verdadero éxito del evangelio no se mide en cifras, sino en frutos del Espíritu. Una iglesia puede reportar cientos de bautismos al año, pero si entre sus miembros no se manifiestan el amor, la paciencia, la templanza y la fe, entonces la misión se ha quedado corta. Al contrario, una comunidad pequeña, quizá sin grandes estadísticas, pero en la que florecen los frutos espirituales, está alcanzando el propósito del Reino de Dios.

Elena G. de White refuerza este principio en Testimonios para la Iglesia, tomo 4:

“La verdadera conversión es un cambio radical. El corazón debe ser renovado, y los hábitos de vida deben transformarse” (White, 1876/1999, Testimonios para la Iglesia, t. 4, p. 16).

Con estas palabras, ella nos recuerda que el éxito en la misión no es sumar nombres al registro de miembros, sino presenciar corazones renovados y vidas transformadas. La conversión que no cambia hábitos, que no reforma el carácter y que no genera un nuevo estilo de vida, es incompleta.

Medir el éxito por frutos también evita que la iglesia caiga en la tentación de “ganar prosélitos” al estilo fariseo: enfocados en la apariencia externa o en cumplir un blanco numérico. Cuando el énfasis está en el carácter de Cristo reproducido en los creyentes, cada miembro se convierte en un testimonio viviente, y la iglesia deja de ser un club religioso para transformarse en una comunidad del Reino.

En definitiva, el criterio bíblico y profético es inequívoco: lo que cuenta no es la cantidad, sino la calidad; no la estadística, sino el fruto. El éxito del evangelismo y del discipulado se mide en el amor que los creyentes manifiestan, en la paz que transmiten, en la fidelidad que mantienen y en el dominio propio que ejercen. Ese es el fruto que demuestra que el Espíritu Santo está obrando, y es el único “informe” que realmente tiene valor en el cielo.

 

 


Conclusión

Al recorrer las páginas del evangelio y la historia de la iglesia, hemos visto que existe una diferencia abismal entre el evangelismo fariseo y el discipulado de Cristo. Los fariseos se esforzaban por recorrer mar y tierra para ganar un prosélito, pero su método producía conversos atados a un sistema humano, cargados de tradiciones y fanatismo, en lugar de conducirlos a una relación viva con Dios. Jesús lo resumió con dureza: los hacían “dos veces más hijos del infierno” (Mateo 23:15).

Este patrón no quedó en el pasado. Hoy la iglesia enfrenta el mismo riesgo cuando mide el éxito por números, cuando fija blancos únicamente en bautismos y estadísticas, o cuando celebra accesos sin preocuparse por la retención y el discipulado. Las cifras globales de la Iglesia Adventista son claras: casi la mitad de los que alguna vez se unieron a la membresía ya no permanecen activos. No se trata solo de un dato, sino de un llamado de alerta.

La Biblia nos ofrece otro criterio. El verdadero éxito no se mide en números, sino en frutos. Pablo lo expresó en Gálatas 5:22-23: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza.” Jesús mismo dijo: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Juan 15:8).

Elena G. de White también nos recuerda que “la verdadera conversión es un cambio radical. El corazón debe ser renovado, y los hábitos de vida deben transformarse” (White, 1876/1999, Testimonios para la Iglesia, t. 4, p. 16). Y en otra ocasión escribió: “La meta no es simplemente aumentar el número de miembros, sino preparar a un pueblo para permanecer en pie en el gran día de Dios” (White, 1909/1999, Testimonios para la Iglesia, t. 6, p. 371).

Por lo tanto, el llamado es claro: no debemos hacer prosélitos al estilo fariseo, sino discípulos al estilo de Cristo. La misión de la iglesia no es inflar estadísticas, sino guiar a hombres y mujeres a una experiencia transformadora con el Salvador. No se trata de llenar libros de actas, sino de escribir nombres en el libro de la vida.

El futuro de la misión no está en la obsesión por los números, sino en el poder del Espíritu Santo que cambia vidas y produce frutos duraderos. El día en que la iglesia mida su éxito no por cuántos entran, sino por cuántos permanecen firmes en Cristo, será el día en que realmente estemos cumpliendo la gran comisión.


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