¿Evangelización o espectáculo? La oración en lugares profanos y el dilema del fin y los medios

Sección: estudios • Subsección: evangelismo • Actualizado: 2025-10-20 20:14:03
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En los últimos años se ha vuelto común ver grupos religiosos reunidos en estadios, coliseos o eventos deportivos para “orar por los atletas”, “evangelizar a las masas” o “llevar la presencia de Dios” a lugares donde antes solo se respiraba competencia o espectáculo. Algunos incluso acuden a eventos de boxeo o lucha profesional con la intención declarada de orar por los participantes, justificando su presencia con frases como: “Jesús comía con pecadores” o “hay que ir donde está la gente”.

Pero esta tendencia plantea una pregunta profunda: ¿es coherente con el propósito divino de la oración y con el espíritu del evangelio orar o predicar en espacios que promueven la violencia, el orgullo o la vanagloria humana? ¿Puede un acto ser redentor solo porque alcanza multitudes, aunque contradiga los principios de Cristo?

Tanto la Biblia como los escritos de Elena G. de White ofrecen luz suficiente para discernir entre una misión guiada por el Espíritu y una acción que, aunque bien intencionada, pierde su pureza al mezclarse con el espíritu del mundo.


1. La oración y su propósito esencial

La oración, según la Biblia, es el medio de comunión más íntimo entre el alma humana y Dios. Jesús la definió como un acto de sinceridad, no de espectáculo: “Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres... Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto” (Mateo 6:5-6).

Aquí Jesús establece una diferencia esencial: no condena la oración pública en sí, sino la motivación visible, el deseo de “ser vistos”. Orar es un acto de dependencia, de rendición, de humildad, y cuando se convierte en instrumento de promoción o de integración social, pierde su sentido sagrado.

Elena G. de White complementa este principio con claridad: “La oración secreta es el aliento del alma. La oración pública tiene su lugar, pero es en la comunión personal con Dios donde se sostiene la vida espiritual.” (El camino a Cristo, p. 98).

Por tanto, el problema no es el lugar físico de la oración, sino si el ambiente, la intención y el espíritu del acto están en consonancia con el propósito mismo de la oración: honrar a Dios y no a los hombres.

2. El dilema del “dónde” orar

Es cierto que la Biblia no limita la oración a un lugar sagrado. Jesús oró en el monte, en el desierto, junto a un sepulcro y hasta en la cruz. Sin embargo, los contextos que Él eligió siempre guardaban una atmósfera de reverencia o de propósito redentor.

Cuando se traslada la oración a espacios de ruido, vanidad o violencia, el riesgo es que el acto deje de ser encuentro con Dios para convertirse en demostración pública de fe. Orar en un estadio o en un ring puede ser legítimo solo si el corazón y el entorno lo permiten; pero cuando el ambiente exalta valores contrarios al evangelio, la oración pierde su coherencia espiritual.

Elena White lo expresa sin rodeos: “No debemos introducir lo sagrado en lo profano. El ejercicio religioso no santifica el ambiente mundano; por el contrario, el espíritu del mundo degrada lo sagrado.” (Testimonios para la Iglesia, t. 1, p. 498).

Por eso, aunque Dios puede escuchar una oración en cualquier lugar, el creyente consciente no busca voluntariamente lugares donde su comunión se vea desfigurada por el pecado o el espectáculo.

3. La diferencia entre acercarse al pecador y participar del pecado

Una de las justificaciones más frecuentes para orar o predicar en eventos mundanos es: “Jesús iba a casa de pecadores y publicanos.” Pero esa comparación, aunque suena espiritual, no se sostiene cuando se analiza el contexto bíblico.

Jesús sí se acercaba a los pecadores, pero no participaba de sus ambientes. Cuando comía con ellos, no era para disfrutar de sus fiestas ni validar sus costumbres; era para transformar sus vidas. En cada encuentro con pecadores hay un resultado visible de arrepentimiento: Zaqueo devuelve lo robado (Lucas 19:8), la mujer samaritana deja su cántaro y corre a dar testimonio (Juan 4:28-29).

Cristo no fue a entretenerse entre ellos, sino a rescatarlos de su entorno. Su presencia nunca legitimó el pecado; lo confrontó con gracia. “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10).

4. Rahab: fe en medio de la oscuridad, no comunión con ella

El ejemplo de Rahab a veces se cita para justificar la presencia en ambientes corruptos, bajo el argumento de que ella “vivía en un entorno pagano y aun así fue usada por Dios”. Pero Rahab no es ejemplo de participación, sino de ruptura moral.

Vivía en Jericó, una ciudad entregada a la idolatría, pero su corazón ya se había vuelto hacia el Dios verdadero. Su acción de esconder a los espías fue un acto de fe, no de conveniencia. La Escritura la elogia precisamente porque decidió separarse del espíritu de su entorno: “Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes” (Hebreos 11:31).

Rahab fue alcanzada a pesar de su ambiente, no por medio de él. Eso enseña que Dios puede rescatar a alguien donde esté, pero eso no significa que debamos buscar esos ambientes para “servirle”.

5. ¿Cuándo un acto es realmente redentor?

No todo acto religioso en un ambiente impío es redentor. Para discernirlo, la Biblia y la razón espiritual nos ofrecen tres criterios:

a) El propósito que lo inspira 

b) El fruto que produce 

c) La coherencia con el carácter de Cristo

Si el ambiente contradice los valores de Jesús —amor, paz, humildad, pureza—, no puede haber acto redentor genuino.

6. El argumento del “alcance masivo”

Uno de los razonamientos más frecuentes en defensa de la participación en eventos mundanos es que, por medio de ellos, “se llega a miles o millones de personas”. Sin embargo, el hecho de que algo sea masivo no lo convierte en santo. La historia bíblica muestra que las multitudes son inconstantes: aclaman hoy y rechazan mañana. Los mismos que gritaban “¡Hosanna!” al entrar Jesús en Jerusalén, días después pedían su crucifixión. La cantidad no garantiza conversión; la fe verdadera nace del Espíritu, no del espectáculo.

La lógica del cielo no coincide con la del marketing religioso. Dios no mide la eficacia por el número de asistentes, sino por la fidelidad de sus mensajeros. Jesús evitó la popularidad cuando amenazaba con distorsionar su misión: “Jesús se apartó otra vez al monte, él solo” (Juan 6:15). Su objetivo no era ganar seguidores, sino transformar corazones.

Elena G. White advierte con fuerza:


“El Señor no se complace en la ostentación ni en la grandeza aparente. La obra puede prosperar en apariencia, pero si está mezclada con los métodos del mundo, carece de la aprobación del cielo.”
(Testimonios para la Iglesia, t. 5, p. 212).

Por ello, no todo crecimiento visible proviene de Dios. Las emociones colectivas pueden imitar el fervor espiritual, pero no producen arrepentimiento. Evangelizar no es impresionar, sino invitar a una experiencia de fe profunda. Cuando el método contradice el mensaje, el resultado, por grande que sea, no glorifica a Cristo, sino a quienes buscan protagonismo bajo su nombre.

7. La naturaleza del boxeo y la incoherencia espiritual

El boxeo, aunque considerado deporte, es esencialmente una exaltación de la violencia. Dos personas se enfrentan para golpearse hasta que una ya no pueda continuar. Aunque haya reglas, el propósito sigue siendo infligir daño físico.

¿Cómo puede armonizar eso con la enseñanza de Cristo? “A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mateo 5:39). El evangelio no glorifica la fuerza ni la competencia, sino la mansedumbre y el dominio propio.

8. Cuando la oración pierde su pureza

Elena G. White advierte que cuando se intenta santificar lo mundano, lo sagrado termina siendo degradado. Incluso si las intenciones son sinceras, el ambiente puede neutralizar el impacto espiritual. Muchos actos de “oración pública” se vuelven simples formalidades, gestos vacíos que buscan aprobación más que comunión. En tales contextos, el nombre de Dios se usa como adorno, no como presencia viva.

Ella escribió:


“Cuando los ejercicios religiosos se realizan en ambientes frívolos o impíos, el efecto no es elevar a los presentes, sino rebajar la piedad de los que oran.” (Mensajes para los jóvenes, p. 385).

La oración auténtica requiere recogimiento, reverencia y conciencia del Dios a quien se dirige. No puede prosperar donde reina el ruido, la exaltación del ego o la distracción del espectáculo. Cuando lo sagrado se mezcla con lo profano, el resultado no es santificación del mundo, sino secularización de la fe. La verdadera oración no necesita escenarios ni cámaras; necesita corazones quebrantados y humildes que busquen a Dios en espíritu y verdad.

9. El ejemplo de Cristo como modelo misionero

Cristo nunca buscó relevancia social ni masividad mediática. Su método era silencioso, transformador y profundamente personal. Sanaba, enseñaba, oraba y servía; no necesitaba espectáculos. No apelaba a la emoción colectiva ni a estrategias de impacto visual, sino a la convicción interior del corazón humano. Su autoridad no dependía de escenarios, sino de su carácter. Por eso, cuando el diablo le ofreció “todos los reinos del mundo y su gloria” (Mateo 4:8-10), Jesús rehusó usar los medios del mundo para cumplir los fines del cielo.

La misión de Cristo fue esencialmente encarnacional: estar entre los hombres sin parecerse a ellos. Su presencia elevaba los lugares donde iba, nunca se rebajaba a su ambiente. Cuando hablaba, el silencio lo rodeaba; cuando actuaba, el bien florecía. La iglesia que sigue su ejemplo no necesita “atraer” a las masas por la fuerza del espectáculo, sino reflejar el carácter del Maestro en humildad, verdad y santidad. Esa es la mayor forma de evangelización: la coherencia del testimonio antes que la multitud del aplauso..

10. Una reflexión final: discernir con espíritu, no con emoción

El Espíritu Santo puede obrar en cualquier lugar, pero no a cualquier costo. Dios no necesita estadios para manifestar su gloria; la mostró en una cruz, en soledad, sin público, sin aplausos


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